Sueño de flauta.
Herman Hesse.
— ¡Mirá! - me dijo mi padre al entregarme una pequeña
flauta de marfil - tómala y no olvides a tu viejo padre cuando trates de
agradar a la gente en tierras lejanas cuando le arranques armonías bellas. Ya
es hora de que viajes por el mundo y adquieras conocimientos. Mandé hacer esta
flauta porque veo que no te gusta hacer trabajo alguno, pero te gusta cantar.
Sólo que siempre debes escoger canciones alegres y festivas o de lo contrario
echarías a perder ese don que Dios te ha dado…
Mi querido papá conocía poco de música, era
un hombre de letras, y suponía que todo lo que yo tendría que hacer era soplar
un poco la flauta y nada más. No quise decepcionarlo, así que le di las gracias
y guardé la flauta en el bolsillo antes de despedirme.
Yo no conocía nuestro pequeño valle sino
hasta llegar al molino de la finca; de ahí en adelante comenzaba el mundo para
mí y eso me dio mucho gusto. Una abeja, cansada de zumbar por ahí se posó en la
manga de mi chaqueta, la cogí con cuidado y guardé con el fin de que desde el
primer sitio de descanso la pudiera enviar como mensajera con mis cordiales
saludos.
Atravesé bosquecillos y praderas y seguí el
curso del río; me fui dando cuenta de que el mundo era diferente de mi casa.
Arboles y flores, las mazorcas de maíz y los arbustos de avellanos me
platicaban al pasar. Me uní al coro de sus canciones y al escuchar la abeja los
sones conocidos, despertó, subió hasta mi hombro y se echó a volar con su
natural zumbido, dio un par de vueltas a mi alrededor y luego se alejó directa
como una flecha rumbo a mi casa.
Un poco después, una jovencita salió por entre
la urdimbre del verde follaje con una canasta bajo el brazo y con su rubia
cabeza cubierta por un ancho sombrero de paja.
— ¡Gruss Gott! - le dije tratando de ser
cordial - ¿Dónde piensa ir?
— Llevo la comida a los segadores - me
contestó al caminar graciosamente a mi lado - ¿Y tú, a donde vas hoy?
— Voy a conocer el mundo, mi padre me ha
enviado. Piensa que debo dar conciertos con la flauta, pero no sé cómo hacerlo,
necesito primero aprender a tocarla.
— Vamos, vamos. ¿Qué es lo que realmente
puedes hacer? Todo el mundo saber hacer algo…
— Pues, nada en especial. Puedo cantar.
— ¿Qué clase de canciones?
— Tú sabes, toda clase de canciones, sones
para la mañana y para el atardecer, para todos los árboles, animales y las
flores. Por ejemplo, ahora puedo cantar una canción sobre una joven doncella
que sale del bosque con una canasta de almuerzo para los segadores.
— ¿Deveras? Vamos, pues cántala ya…
— Está bien… ¿pero cómo te llamas?
— Brigitte.
Entonces canté una linda canción sobre la
bella Brigitte, con su sombrero de paja y lo que llevaba en la canasta, cómo
las flores la contemplaban y una azul florecilla trataba de acariciarla. Todo
eso con alusiones especiales. La chica prestaba gran atención y me dijo que la
tonada era bonita. Cuando le dije que tenía hambre destapó la canasta y me
alargó un pedazo de pan. Le di una mordida y seguí caminando de prisa.
De improviso, ella me dijo con alegre
gracejo:
— No debes correr mientras comes. Cada cosa a
su tiempo…
Así que nos sentamos sobre el pasto, comí el
pan mientras ella se mecía con las manos alrededor de sus rodillas.
— ¿Quieres cantarme otra canción? – me dijo
cuando acabé el pan.
— Por supuesto. ¿Qué clase de versos quieres?
— Versos sobre una doncella cuyo novio huye y
está triste…
— No. Eso no lo puedo hacer. No sabría cómo
expresarlo, además, nunca debemos estar tristes. Yo debo cantar sólo cosas
alegres y animosas. Eso me dijo papá. Te cantaré una sobre el cuclillo o sobre
la mariposa…
— ¿Entonces, no sabes nada del amor?
— Del amor, pues claro que sí. Es lo más
hermoso de la vida.
Sin pérdida de tiempo le canté sobre el rayo
del sol enamorado de los capullos de la amapola, al jugar alegremente sobre las
flores. Sobre la hembra del pinzón que aguarda a su macho, pero que al verlo se
lanza al vuelo pretendiendo estar aterrorizada. Luego le canté acerca de la
doncella de ojos oscuros y su joven cantor que recibe en premio un pedazo de
pan hogareño, pero que ya no quiere más pan, sino un beso de la niña, y mirarse
en sus ojos oscuros, tan hermosos, y que no dejará de cantar hasta verla
sonreír y sellar sus labios con los suyos…
Brigitte se inclinó al momento y oprimió sus
labios con los míos, cerró los ojos y luego al abrirlos me miré reflejado en
sus pupilas, fue un momento fugaz de dorados destellos y del brillo de las
flores en la tibia pradera.
— El mundo es muy hermoso - le dije -. Mi padre tenía razón. Ahora,
déjame que te ayude con la canasta y la llevaremos a tus segadores que
aguardarán ya con bendita impaciencia.
Recogí la canasta y seguimos caminando, sus
pasos al ritmo con los míos y con el mismo júbilo los dos; la floresta
murmuraba gentil y fresca desde su ámbito en la altura. Jamás había vagado en
forma tan placentera y no dejé de cantar hasta que noté que me excedía: pero es
que había tantas canciones sugeridas por el propio valle y las montañas, del
prado y los árboles, del murmullo de las aguas del río, tantas historias que
contar al canto…
Entonces reflexioné que si yo podía
comprender simultáneamente tantos miles de sones mundanos acerca de los prados
y las flores, de la gente y de las nubes y de todas las cosas, de los animales,
de las montañas y mares distantes, de las estrellas y la luna, y si todo esto
podía resonar en mi interior simultáneamente, entonces sería un dios
todopoderoso y cada una de mis canciones ocuparía un lugar en cada estrella.
— Aquí tengo que desviarme - me dijo-.
Nuestra gente trabaja en el campo de ese lado. ¿Y tú, adónde vas? ¿Quieres
venir conmigo?
— No. No puedo acompañarte. Tengo que salir
al mundo. Mil gracias por el pan, Brigitte, y por el beso. Pensaré en ti.
Tomó la canasta, y sobre ella me volvió a
mirar profundamente y sus labios se prendieron de los míos y su beso fue algo
tan dulce y tan agradable que apenas pude contenerme; pero luego le dije
rápidamente adiós y seguí mi camino por el sendero.
La muchacha trepó lentamente por la colina
boscosa, y bajo el follaje de los avellanos a la orilla de la floresta, se
detuvo y se volvió para verme; yo le hice señales con la mano y agitando el
sombrero, movió ligeramente la cabeza y desapareció entre la sombra de los
árboles, silenciosamente.
Yo, por mi parte, seguí mi camino entretenido
con mis pensamientos y llegué a un recodo del camino.
Ahí había un molino y junto a sus rulos una
barca sobre el agua en la que estaba sentado un hombre solitario, que parecía
esperarme, porque al tocarme el sombrero para saludar y subir a la lancha, ésta
comenzó a deslizarme a favor de la corriente. Me senté hacia el centro y el
hombre se colocó a la popa junto al timón. Le pregunté a dónde íbamos y el
hombre se concretó a mirarme con fríos ojos grises nublados.
— Donde tú quieras - dijo por fin-. Río abajo
y hasta el océano, o a las grandes ciudades. Escoge. Todo me pertenece.
— ¿Que todo es tuyo? Entonces, ¿eres el
rey?
— Quizá – repuso -. Y al parecer tú eres un
poeta. Cántame una canción mientras viajamos.
Pude controlarme un poco. Tenía temor por la
solemnidad del hombre gris y porque la barca iba tan aprisa y silenciosa sobre
el río. Canté sobre el río que deja cruzar las barcas y refleja al sol; que se
estrella contra los arrecifes costeros y se alegra cuando llega a su destino.
El rostro del hombre seguía impasible. Cuando
dejé de cantar, aprobó con un movimiento de cabeza y luego, para mi sorpresa,
él comenzó a cantar, y también le cantó al río y al curso del río a través de
valles, y su canción era más hermosa y profunda que la mía, aunque todo sonaba
en forma diferente.
Mientras el hombre cantaba, el río se
precipitaba por entre las colinas como un vándalo, negro y salvaje, con los
dientes apretados al luchar contra las represas
de los molinos y el arco de los puentes; parecía odiar a todas las
barcas que transportaba y entre sus olas y plantas verdes acuáticas parecía
mecer todos los cuerpos que había ahogado.
Nada de esto me agradaba, y sin embargo, el
sonido del tránsito era tan bello y misterioso que quedé completamente confuso
y guardé silencio. Si lo que este sutil y sagaz individuo iba cantando en su
voz apegada era verdad, entonces todas mis canciones eran puras tonterías y
chiquilladas. Era de ver que el mundo no era tan bueno y brillante como el
propio corazón de Dios, sino algo oscuro y desesperado, maligno y sombrío; que
las selvas crujían, no era de gozo sino de dolor.
Seguimos viajando y las sombras se hacían más
largas, y cada vez que yo comenzaba a cantar, me faltaba énfasis y seguridad,
mi voz se debilitaba, mientras que cada vez que él me replicaba lo hacía con
una canción proyectando al mundo como más enigmático y desgraciado. Yo me
sentía más oprimido y apenado.
Me dolía el alma y lamentaba no haberme
quedado en la orilla admirando las flores y a la bella Brigitte. Para consolarme, volví a cantar en voz alta,
mientras se iba oscureciendo y entonces canté la canción de Brigitte y de sus
besos.
Llegó el crepúsculo y guardé silencio,
entonces el hombre al timón volvió a cantar y él también hablaba de amor y de
los placeres del amor, de ojos azules y ojos castaños, de labios húmedos. Su
apasionado cantar en medio del fragor de la corriente era algo hermoso e
impresionante, pero en su canción, también el amor tenía tintes negros y
terribles y encerraba un gran misterio que todos los hombres buscaban a
tientas, locos y sangrantes en su dolor, y con el cual se torturaban y mataban
entre sí.
Escuché con atención mientras me invadía el
cansancio, como si ya hubiera viajado durante años y no hubiera encontrado nada
sino tristeza y miseria. Me llegaba del extraño sujeto una rara corriente de
angustia y desesperación que oprimía el corazón.
— Entonces… la vida no es lo más alto y mejor
- grité al fin con amargura -, sino la muerte. Te ruego, afligido rey, que me
cantes una canción a la muerte…
El extraño personaje accedió a mi petición y
cantó a la muerte, y su canto era más hermoso de todo que yo había oído. Pero
tampoco la muerte era lo mejor y más elevado, incluso en la muerte no había
satisfacción. La muerte era la vida, y la vida era la muerte, y ambas estaban
atadas en una eterna y loca lucha amorosa, y esto era la palabra final y el
significado del mundo; de ahí surgía una sombra que enturbiaba todo gozo y
belleza, envolviéndolos en su oscuridad. Pero del fondo de la oscuridad, el
gozo ardía con mas fervor y belleza, y el amor tenía un brillo más profundo en
medio de la noche.
Escuché y quedé totalmente inmóvil; ya no
tenía voluntad propia sino la del hombre extraño y enigmático. Me miraba con
calma y con cierta amabilidad triste; sus ojos grises estaban llenos de la pena
y belleza del mundo. Finalmente me sonrió y cobré un poco de valor en medio de
mi angustia.
— ¡Oh… atraquemos la barca ya! Siento pavor
aquí en la oscuridad y quiero regresar hasta el sitio donde dejé a Brigitte, y
volver a casa con mi padre…
El hombre se incorporó y apuntó el dedo hacia
la noche, la luz de la linterna hacía destacar su rostro.
— No hay forma de regresar - dijo en tono
solemne y amable-. Uno debe siempre seguir adelante si quiere c aptar el mundo.
Tú ya has disfrutado de lo mejor y más agradable con la muchacha de los ojos
castaños, y mientras más lejos te mantengas de ella mejor será para ti. Pero,
no importa, conduce al sitio que quieras; toma mi lugar al timón…
A pesar de sentirme mortalmente desesperado,
me di cuenta de que tenía razón. Lleno de anhelo pensé en Brigitte, en mi casa
y en todo lo que había estado cerca de mí, y que ahora había perdido. Pero
ahora tenía que llevar el timón, era necesario.
Me incorporé a mi vez y caminé por la barca
hasta el banco del piloto, en el tránsito el hombre vino a mi encuentro y me
miró con fijeza; luego me entregó la linterna.
Pero cuando me senté al timón y coloqué la
linterna a mi lado, me encontré solo en la barca. Estremecido me di cuenta de que
el extraño individuo había desaparecido, pero esto no me sorprendió. Había
tenido una premonición. Me parecía que todo ese día de aventuras con Brigitte,
el recuerdo de papá y de mi aldea, todo había sido un sueño y de que ya era
viejo y amargado, que había viajado eternamente por este río nocturno.
Supe que no debía llamar al extraño y este reconocimiento
me dio escalofríos.
Para asegurarme de lo que ya sospechaba, me incliné
afuera de la barca y levanté la linterna; del negro espejo de las aguas un rostro
me atisbaba, un rostro de facciones severas y solemnes, de ojos grises, un
rostro bien conocido… ¡era mi rostro!
Y como no había camino de regreso, seguí bogando sobre
las negras aguas a lo profundo de la noche.